El hombre que yo quiero
, by Valdes-Rodriguez, AlisaNote: Supplemental materials are not guaranteed with Rental or Used book purchases.
- ISBN: 9780312353711 | 0312353715
- Cover: Paperback
- Copyright: 4/18/2006
Ubicado en Miami, la historia de seis mujeres muy diferentes-- incluyendo la dueńa de un nightclub de glam, su hermana gordita que todavía vive con sus padres, una madre soltera y devota, y una estrella muy sexy y despiadada-- y sus relaciones distintas con un hombre muy carismático.
Alisa Valdés-Rodriguez es una galardonada periodista de medios impresos y de emission, y escritora de Los Angeles Times y The Boston Globe. En 2005, la revista Time la nombró como una de los veinticinco hispanos más influyentes. Ella vive en Albuquerque, New Mexico. Visite su página en la Red en www.alisavaldesrodriguez.com.
Chapter One
Jueves, 7 de febrero
Bienvenidos a mi cuarto amarillo y lleno de adornos. Infantil e inmaduro. Con ositos de peluche. Y no sĂłlo de peluche, sino esa clase de Ositos Tiernos para regalos. Una vergĂĽenza, ya lo sĂ©. ÂżNo es patĂ©tico tener veinticuatro años y seguir viviendo con tu madre, tu padre y hasta tus abuelos? ÂżNo es patĂ©tico que todavĂa siga aquĂ, en esta casa de ladrillos blancos, en Coral Gables, cerca de Blue Road y Alhambra Circle, durmiendo en esta cama doble que una vez tuviera dosel, con las tontas pantuflas de patitos que cuelgan de mis pies regordetes, una bata de felpa rosada ceñida a la cintura, y mi cabello castaño y grasiento recogido en dos coletas medio mustias y tristes?
—Realmente patético.
SĂ, bueno, gracias. Ésa que habla es mi hermana GĂ©nova, que se halla en el umbral de la puerta con una divertida expresiĂłn de superioridad en el rostro. Lleva bajo el brazo, como si se tratara de una pelota de fĂştbol, a su yorkie Belle. La perra jadea, haciendo que el lacito rojo entre sus orejas suba y baje como la cresta de un gallo nervioso. No soy precisamente una persona amante de los perros. No hay nada peor que ese aliento podrido y cálido que puedo oler desde aquĂ. Desde aquĂ. Detesto a esa perra y detesto a GĂ©nova.
Ya saben de quiĂ©n les hablo: GĂ©nova, mi hermana de treinta años: alta, delgada y exitosa. La que parece una PenĂ©lope Cruz, algo más trigueña y algo más bonita. La que mide 5'8'' de estatura y tiene una maestrĂa de Harvard—lo opuesto a esta servidora que mide 5'3'' y sĂłlo tiene una licenciatura de la Universidad de Miami. La que tiene un grupo de amigas tan perfectas como ella y no le faltan hombres a los que llama sus “juguetes sexuales”. Ésa, cuyo cuerpo felino y largas piernas transforman cualquier par de jeans en una obra de arte. La que me ha robado exactamente tres novios en los Ăşltimos diez años, durante los cuales sĂłlo tuve cuatro, aunque ella asegura que no fue su culpa que me dejaran por ella. Más bien dijo que la culpa era mĂa por no ocuparme más de mi apariencia, mis ropas, mis estudios, mi trabajo y mi vida; y que luego tratĂł de comportarse como si me hubiera hecho un favor al ofrecerme consejos de belleza y asesoramiento laboral. Esa misma. Ella.
GĂ©nova acaba de entrar a mi dormitorio sin golpear, vestida con sus ropas de “trabajo”: un blusĂłn de seda negra y tirantes finos que harĂa que cualquier otra mujer pareciera tener seis meses de embarazo; pero que, combinado con unos jeans estrechos, un bronceado resplandeciente y unas sandalias negras, hacen que parezca una orgullosa princesa española de piernas largas. Su largo cabello negro, retorcido en un moño apretado, deja al descubierto el pequeño, aunque intimidante tatuaje de un dragĂłn sobre su omĂłplato izquierdo. TambiĂ©n tiene un pañuelo negro y blanco enrollado en la cabeza. Cualquier otra persona que llevara un pañuelo de ese modo se parecerĂa a la nana de TĂa Jemima. ÂżPero GĂ©nova? Parece una dama de alcurnia.
No la miro a los ojos. Ya se imaginarán. Con ella es mejor no dárselas de lista, ni cosa que se parezca. Trato de mostrarme distraĂda y despreocupada. Tecleo en mi computadora portátil VAIO, que he acomodado entre mis dos paliduchas piernas. La tecla “n” se ha desteñido despuĂ©s de tantas jornadas inĂştiles en Internet, que incluyen comentarios en blogs ajenos, conversaciones en tiempo real y perfiles falsos sobre mi persona en portales individuales, sĂłlo para ver quĂ© tipo de respuestas recibo en diferentes ciudades. Pretendo ignorar que con ese calificativo de “patĂ©tico”, GĂ©nova se ha referido a mi inepta persona, al estado de mis cabellos, de mi cuerpo, de mis ropas, de mi cama y de mi cuarto.
Siento su mirada de desaprobaciĂłn al contemplar mi bata.
—¿Desde cuándo tienes esa cosa, Milán? ¡Dios! Recuerdo que ya andabas con ella cuando me fui a Harvard.
Génova siempre menciona Harvard y las Torres Portofino donde hace poco se compró un apartamento. Le encanta usar nombrecitos. Descuelga el teléfono de mi tocador.
—¿Un teléfono en forma de gatito, Milán? Patético.
La ignoro para concentrarme en la computadora. Ella deja en el suelo a ese demonio de Belle y se sienta en la cama junto a mĂ para curiosear. Aparto la pantalla. Escucho los acostumbrados arañazos y olfateos de Belle bajo mi cama. ÂżQuĂ© habrá encontrado allĂ? Puedo oler el perfume de GĂ©nova, almizclado y oscuro. Una cosa cara y muy adulta. Soy consciente de que, tras un largo dĂa de trabajo en Overtown como publicista de laxantes para la compañĂa “farmacĂ©utica” de mi tĂo (mejor ni pregunten), apesto a cabra, aunque hace tanto tiempo que no huelo uno de esos animales que no puedo estar segura. La Ăşltima vez fue en un zoolĂłgico infantil en Kendall, cuando tenĂa diez años. Hoy he tratado de disfrazar mi olor a cabra con esencia Sunflowers que habĂa conseguido a buen precio en Ross, porque me sentĂa demasiado perezosa para tomar una ducha.
—¿Qué haces?—pregunta Génova, estirando el cuello para mirar la pantalla.
Que conste que mi hermana no entrarĂa ni muerta a Ross ni a ninguna otra tienda que tuviera como lema “vista con menos dinero”. Eso, para GĂ©nova, serĂa traicionar la propia esencia del vestir.
—Trato de organizar un sitio para chatear.
Frunzo el ceño ante la pantalla para fingirme más lista y decidida de lo que soy, para fingir que las crĂticas de GĂ©nova no significan nada para mĂ, para fingir que soy feliz en este cuarto, en esta casa, en mi vida.
—¿Ustedes tienen ahora conexión inalámbrica?
—SĂ—digo.
Fui yo quien instalĂł el sistema, pero dejĂ© que mi padre creyera que Ă©l lo habĂa hecho. Mis padres piensan que soy una jovencita cubana apacible y consciente de mis deberes, sĂłlo porque me he quedado a vivir en esta casa donde hago tareas como limpiar el trasero de mi abuela (demasiado rĂgida por su artritis) y doblar las camisetas de mi padre (su cromosoma Y le impide realizar tareas domĂ©sticas). Para nuestros padres cubanos en el exilio, y para otros miles como ellos en el sur de la Florida, las chicas como yo—llenitas, solteras, ignoradas— se quedan en casa hasta que se casan (en el mejor de los casos) o se retiran a un convento (en el peor). Sin embargo, GĂ©nova y yo sabemos la verdad sobre mĂ. No soy respetuosa, ni tradicional. Ni siquiera soy virgen (pero no se lo digan a mis padres, por favor). Antes bien, soy una holgazana de pura cepa. AlgĂşn dĂa de estos, cuando me decida, harĂ© algo.
Otras cosas que necesitan saber sobre mĂ. PodrĂa ser bonita segĂşn los cánones habituales, pero como vivo en Miami, una ciudad donde lo bonito debe ser recortado, embutido y liposuccionado en algo uniforme y sumiso para ser considerado como tal, soy simplemente comĂşn. Tengo un rostro muy blanco, agradable y redondo, con pecas. La gente me detiene para pedirme direcciones. Me han dicho que parezco “cordial”, pero en realidad soy egoĂsta y rebelde.
GĂ©nova levanta un pie y hace rotar su sandalia de tiras, provocando el crujido del tobillo que suena como una batidora llena de grillos. Odio ese ruido. Mi hermana tomaba clases de ballet, y adquiriĂł la desagradable manĂa de hacer que todo traqueara siempre, especialmente sus tobillos, sin ninguna consideraciĂłn hacia quienes la rodeaban. Tiene los brazos descoyuntados, pero ya no hace alarde de eso, gracias a Dios.
—¿Un sitio para chatear?—pregunta, sin darse cuenta de que el crujido de sus articulaciones me ha dado ganas de vomitar—. ¿Para quién?
—Mi grupo de Yahoo.
—¿Las Chicas Ricky?—GĂ©nova pronuncia el nombre de mi grupo con una pizca de sarcasmo. ÂżO es de burla? Con ella uno nunca sabe. Pudiera ser desprecio. Lo dice como si Las Chicas Ricky, un foro de Internet en honor al guapo cantante de mĂşsica pop Ricky Biscayne, fuera la cosa más idiota del mundo. Para ella, probablemente lo sea. DespuĂ©s de todo, su trabajo es organizar fiestas para los ricos y famosos que le pagan muy bien por eso, tan bien que gana cientos de miles de dĂłlares por año y al mismo tiempo puede darse tono mencionando a gente importante . . . como si a alguien le importara realmente si Fat Joe encargĂł cantidades astronĂłmicas de caviar u otra cosa para una burda fiesta de raperos. Hace poco se comprĂł un BMW de color blanco. Por mi parte, manejo un flamante Neon de color verde vĂłmito. Tampoco tiene necesidad, como nosotros los simples mortales, de conectarse con nuestros Ădolos usando mĂ©todos más ordinarios.
Quiero aclarar que Ricky Biscayne es un cantante latino de pop miamense, mitad mexicano-americano y mitad cubano-americano, que es mi obsesiĂłn. Lo adoro. Lo he adorado desde que comenzĂł cantando salsa y desde que grabĂł sus discos ganadores del Grammy en el gĂ©nero del pop latino. Lo sigo adorando ahora que se prepara para realizar el salto al mercado pop en inglĂ©s. Me gusta tanto que soy la secretaria de Las Chicas Ricky, el club no oficial de admiradoras de Ricky Biscayne en Internet. Además de este club, tambiĂ©n soy miembro de un club de lectura de Coral Gables, Las Loquitas del Libro, que se reĂşne semanalmente en Books & Books. PodrĂa decirse que soy una grupera. Ésa es la gran diferencia entre GĂ©nova y yo. Ella traza su propio camino y espera que todos la sigan. Lo peor es que usualmente lo hacen.
Génova se recuesta en la cama y toma uno de mis Ositos Tiernos que lanza al aire, sólo para darle un puñetazo en su descenso. Luego, como si quisiera insinuar algo con eso, lanza el oso contra el cartel de Ricky Biscayne pegado a la puerta de mi clóset.
—Por si te interesa—le digo—vamos a tener un chat en vivo durante la presentación de Ricky en The Tonight Show.
Miro el infantil reloj rosado de mi mesa de noche, y luego el TV que se encuentra sobre el destrozado estante metálico de la esquina. Tiene cable. No parece que lo tuviera, pero lo tiene. Mi papá, dueño de un negocio de embalaje y exportación, cuyas costosas corbatas siempre están torcidas, lo arregló de algún modo. Supongo que con su maña cubana. Nunca botamos nada, aunque estamos lejos de ser pobres. Mi papá trata de arreglarlo todo o de inventar algo nuevo. La casa está llena de trastos. De trastos y de pájaros. Canarios. Tenemos cuatro jaulas dispersas por la casa, y entre mis muchas tareas desagradables se encuentra limpiarlas.
—¿Crees que a Ricky le irá bien cantando en inglés?—pregunta Génova con un tono que indica que ya sabe la respuesta, y que ésta es no. Rueda sobre su vientre e intenta nuevamente mirar la pantalla—. Es muy cursi. No sé cómo lo recibirá un público americano.
—A Ricky le va bien en cualquier cosa que intente—digo. Y me detengo para no corregir su mal uso del tĂ©rmino “americano” con el que califica a los ciudadanos de Estados Unidos que sĂłlo hablan inglĂ©s. Yo soy americana. Y tambiĂ©n Ricky. Y la mayorĂa de los millones de admiradores de Ricky—. Es perfecto.
Génova suelta un ronquido de risa y comienza a limpiarse sus uñas cortas, mordisqueadas y destrozadas: lo único imperfecto en ella. El crujido del tobillo es malo, pero sus uñas son peores. Hace un ruidito parecido al de un auto que no arranca. Clic, clic. Clic, clic.
—¿No es algo inmaduro estar obsesionada con un cantante pop a tu edad, Milán?—pregunta—. No pretendo ofenderte, pero . . .
—Para ya de sonar las uñas—le digo.
—Lo siento—dice, pero lo hace de nuevo, esta vez muy cerca de mi oĂdo.
—¿No tienes tu propia casa o algún otro sitio adonde ir?—le pregunto mientras le aparto las manos—. ¡Por Dios!
—Un apartamento—me corrige—. En el Portofino.
Claro. ÂżCĂłmo podĂa olvidarme que GĂ©nova, la presidenta de una compañĂa multimillonaria que coordina fiestas para raperos y estrellas de telenovelas latinoamericanas, acaba de comprarse un condominio muy caro en uno de los edificios más lujosos de Miami Beach? Enrique Iglesias es vecino suyo. Y ella hasta ha bromeado de quitárselo a la glamourosa tenista rusa que es su esposa. Por razones obvias, el chiste no me pareciĂł nada gracioso.
—¿Para qué viniste?—le pregunto. Belle ha salido de abajo de la cama con una de mis cómodas sandalias, y está tratando de matarla o de montársela—. Es tarde. Vete a tu casa y llévate esa rata, por favor.
—Mami me pidió que me quedara un rato para que la ayudara a prepararse para un programa—dice Génova. Milagrosamente le quita la sandalia a la perra—. ¿Qué? ¿No puedo quedarme un rato aqu� ¿Quieres que me vaya?
Estoy a punto de decirle que sĂ cuando nuestra madre Violeta, presentadora de un programa de entrevistas en una emisora local, entra lánguidamente en el cuarto llevando una bandeja con leche y galletitas, como si fuera un ama de casa de un programa televisivo de los años cincuenta. Se detiene cuando nota que las dos estamos a punto de iniciar una pelea: yo, agazapada, en actitud de huir, y GĂ©nova acercándose a mĂ para capturarme. Mamá nos conoce muy bien y lo muestra en su rostro . . . o en lo que queda de Ă©l. Se ha hecho tantas cirugĂas plásticas en los Ăşltimos años que apenas puedo reconocerla. Parece una lagartija estirada con el cabello de Julie Stav.
—¿Qué pasa aqu�—pregunta y se apoya en una cadera.
Al igual que Génova, nuestra madre es delgada y pulcra, y hace ese gesto de ladearse para aparentar que tiene caderas. Que conste que yo heredé todas las caderas que no tienen mi hermana ni mi madre. Mi cuerpo tiene forma de pera y un ligero sobrepeso, en gran parte debido a mi adicción por los pastelitos de guayaba y queso de Don Pan, pero aún tengo una cintura minúscula. A cierto tipo de hombres les gusta esa figura, pero no suele tratarse del tipo de hombres que me gusta. Me han dicho que me parezco a mi abuela mulata, aunque soy el miembro más blanco de mi familia. Los Gotay recorremos todo el espectro del negro al blanco y del blanco al negro, aunque nadie, excepto Génova, está dispuesto a admitir que lleva sangre africana en las venas.
Mi madre y GĂ©nova se parecen, o se parecĂan antes de que nuestra madre comenzara a semejarse a Joan Rivers con una melena rubia platino. Mamá viste pantalones de vestir de color crema y cintura alta, posiblemente Liz Clairborne, su marca favorita, con un suĂ©ter de seda negro de manga corta. Esa obsesiĂłn por el negro es algo que comparte con GĂ©nova. Los pechos de Mamá fueron remodelados hace poco, y parecen haberse acomodado con bastante buena gana en sus tiesos sostenes. ÂżSabĂan que cuando uno se hace una cirugĂa para levantar los pechos ponen algo parecido a una tee de golf para las tetas, pegada a las costillas, para mantenerlas erguidas? ÂżNo te parece desagradable? Y eso, sin contar con que no está bien que tu madre tenga unos senos más tiesos que los tuyos, Âżno?
—¿Todo bien aqu�—pregunta Mamá.
GĂ©nova y yo nos encogemos de hombros.
Mamá frunce los labios. Antes eran más pequeños. De algún modo se han inflado, como si fueran diminutas cámaras de bicicleta rosadas.
—Aquà pasa algo—insiste ella.
Deja la bandeja sobre mi tocador Holly Hobby, junto a la estatua de porcelana de la Caridad del Cobre, la santa patrona de Cuba. Tamborilea sus cuidadas uñas rojas encima de mi tocador y nos pone mala cara. O quizás Ă©sa es su cara. Estoy aprendiendo a leer su lenguaje corporal. Es como si se hubiera convertido en un gato y sĂłlo pudiera expresar sus sentimientos arqueando el lomo o algo asĂ. A Mamá le vendrĂa bien tener una cola.
—Creo que Milán quiere que me vaya—dice Génova—. Está muy antisocial, Mami.
Antes de que yo pueda protestar, nuestra madre suspira y hace lo que siempre nos hace sentir tan culpables que nos inmoviliza. Entonces me dan ganas de salvarla, me dan ganas de hacerla feliz. Me odio por desilusionarla.
—Si estuvieran en Cuba, no actuarĂan asĂ.
GĂ©nova se pone de pie y se acerca a la bandeja con galletitas.
—¿Puedo coger una?—pregunta.
Mamá hace un gesto circular con la mano para decirle que coma, pero sigue mirándome con severidad.
—Si es por ese asunto de los chicos—dice—, tienes que olvidar todo eso, Milán.
Miro el televisor e ignoro el hecho de que acaba de decirme en español que debo pasar por alto que Génova me robe todos mis novios. Jay Leno parece estar cerrando su segmento dedicado a los animales del zoológico, mientras acaricia a un cachorro de león durante los últimos minutos. Ricky estará en el siguiente. Le quito el silencio al audio y estudio la pantalla.
—Shh—digo—. Ya viene Ricky. Cállense, por favor.
—La sangre siempre llama—dice nuestra madre, paseándose por la habitación.
Rara vez se está tranquila. Es nerviosa, eléctrica y decidida, igual que Génova. Mamá evita a Belle (mi madre y yo compartimos el mismo desagrado por los perros) y toma un montón de revistas de mi mesa de noche, todas con Ricky en la portada. Suspira y chasquea su lengua.
—Ricky, Ricky, Ricky—repite y deja caer las revistas una a una, como si Ricky la aburriera—. Estoy cansada de este Ricky.
—SiĂ©ntate, Mami—le dice GĂ©nova masticando una galleta de coquito—. Esto va a ser divertido. Quiero ver cĂłmo hace el ridĂculo en un canal nacional.
GĂ©nova lleva la bandeja hasta la cama y la coloca cerca de mĂ. Se sienta en el suelo, con un aparatoso crujido de sus articulaciones en desuso. Belle se trepa a su regazo y lame una partĂcula de coco gratinado de la mejilla de GĂ©nova, a quien no parece importarle.
—¿Una galletita, Milán?
Tomo una de coco y la muerdo. Es lo bastante dulce como para hacerte fruncir los ojos. Son pegajosas, hechas de azĂşcar, extracto de vainilla y un denso sirope de coco gratinado. Ése es el sabor de mi infancia: azĂşcar y coco. Los cubanos comen azĂşcar como los americanos comen pan, y ni siquiera quiero pensar en el aspecto de mi páncreas. La engullo, me conecto a la página del chat y saludo al resto de las veintiuna admiradoras de Ricky Biscayne que ya están allĂ. Las conozco a todas por sus seudĂłnimos. Mi madre y GĂ©nova me observan e intercambian miradas, alzando sus cejas y sonriendo con sus lindas boquitas. Está bien. Ya sĂ©. Me encuentran patĂ©tica. Una geek.
—Mastica por lo menos veinte veces, Milán—dice Mamá—. No eres una culebra. Estás llenándote la blusa de migajas.
—La bata de noche—la corrijo.
—Contigo es difĂcil saber—asegura mi madre.
—Shh—exijo—. Déjenme tranquila. Estoy tratando de concentrarme en Ricky.
—Mira este pelo—dice GĂ©nova, alargando una mano para tocar mi cola de caballo. Belle trata de morder mis mechones sin vida y por un momento imagino que le doy una patada que la lanza a travĂ©s del cuarto—. LucirĂas tan bien si te hicieras unos rayitos. Por favor, dĂ©jame cambiártelo, Milán. Por favor.
—Los rayitos se verĂan preciosos—repite mi madre.
—Shh—digo.
—DeberĂas dejar que tu hermana te arreglara el pelo—insiste nuestra madre.
—Shh—digo mientras tecleo mis saludos a Las Chicas Ricky—. Déjenme en paz.
—¿Cómo está tu cara, Mami?—pregunta Génova.
Mamá se hizo un estiramiento hace poco, lo cual explica por qué ahora lleva cerquillo en su melena.
—Me siento divina, mejor que nunca—asegura Mamá.
Su alegrĂa es casi inconmensurable.
—Shh—repito.
—¿Te dolió?—pregunta Génova.
—Nada—responde Mami.
No importa cuántas cirugĂas y tratamientos se haga, nuestra madre siempre dice que se siente mejor despuĂ©s. La miro. No puedo saber si sonrĂe o no. Creo que sĂ. Bebe un sorbo de leche y parece sorprendida mientras toma una galleta de coco entre sus labios carnosos. SĂ© lo suficiente como para saber que no está realmente sorprendida. Casi nada la sorprende.
…
Copyright © 2006 por Alisa ValdĂ©s-RodrĂguez
Jueves, 7 de febrero
Bienvenidos a mi cuarto amarillo y lleno de adornos. Infantil e inmaduro. Con ositos de peluche. Y no sĂłlo de peluche, sino esa clase de Ositos Tiernos para regalos. Una vergĂĽenza, ya lo sĂ©. ÂżNo es patĂ©tico tener veinticuatro años y seguir viviendo con tu madre, tu padre y hasta tus abuelos? ÂżNo es patĂ©tico que todavĂa siga aquĂ, en esta casa de ladrillos blancos, en Coral Gables, cerca de Blue Road y Alhambra Circle, durmiendo en esta cama doble que una vez tuviera dosel, con las tontas pantuflas de patitos que cuelgan de mis pies regordetes, una bata de felpa rosada ceñida a la cintura, y mi cabello castaño y grasiento recogido en dos coletas medio mustias y tristes?
—Realmente patético.
SĂ, bueno, gracias. Ésa que habla es mi hermana GĂ©nova, que se halla en el umbral de la puerta con una divertida expresiĂłn de superioridad en el rostro. Lleva bajo el brazo, como si se tratara de una pelota de fĂştbol, a su yorkie Belle. La perra jadea, haciendo que el lacito rojo entre sus orejas suba y baje como la cresta de un gallo nervioso. No soy precisamente una persona amante de los perros. No hay nada peor que ese aliento podrido y cálido que puedo oler desde aquĂ. Desde aquĂ. Detesto a esa perra y detesto a GĂ©nova.
Ya saben de quiĂ©n les hablo: GĂ©nova, mi hermana de treinta años: alta, delgada y exitosa. La que parece una PenĂ©lope Cruz, algo más trigueña y algo más bonita. La que mide 5'8'' de estatura y tiene una maestrĂa de Harvard—lo opuesto a esta servidora que mide 5'3'' y sĂłlo tiene una licenciatura de la Universidad de Miami. La que tiene un grupo de amigas tan perfectas como ella y no le faltan hombres a los que llama sus “juguetes sexuales”. Ésa, cuyo cuerpo felino y largas piernas transforman cualquier par de jeans en una obra de arte. La que me ha robado exactamente tres novios en los Ăşltimos diez años, durante los cuales sĂłlo tuve cuatro, aunque ella asegura que no fue su culpa que me dejaran por ella. Más bien dijo que la culpa era mĂa por no ocuparme más de mi apariencia, mis ropas, mis estudios, mi trabajo y mi vida; y que luego tratĂł de comportarse como si me hubiera hecho un favor al ofrecerme consejos de belleza y asesoramiento laboral. Esa misma. Ella.
GĂ©nova acaba de entrar a mi dormitorio sin golpear, vestida con sus ropas de “trabajo”: un blusĂłn de seda negra y tirantes finos que harĂa que cualquier otra mujer pareciera tener seis meses de embarazo; pero que, combinado con unos jeans estrechos, un bronceado resplandeciente y unas sandalias negras, hacen que parezca una orgullosa princesa española de piernas largas. Su largo cabello negro, retorcido en un moño apretado, deja al descubierto el pequeño, aunque intimidante tatuaje de un dragĂłn sobre su omĂłplato izquierdo. TambiĂ©n tiene un pañuelo negro y blanco enrollado en la cabeza. Cualquier otra persona que llevara un pañuelo de ese modo se parecerĂa a la nana de TĂa Jemima. ÂżPero GĂ©nova? Parece una dama de alcurnia.
No la miro a los ojos. Ya se imaginarán. Con ella es mejor no dárselas de lista, ni cosa que se parezca. Trato de mostrarme distraĂda y despreocupada. Tecleo en mi computadora portátil VAIO, que he acomodado entre mis dos paliduchas piernas. La tecla “n” se ha desteñido despuĂ©s de tantas jornadas inĂştiles en Internet, que incluyen comentarios en blogs ajenos, conversaciones en tiempo real y perfiles falsos sobre mi persona en portales individuales, sĂłlo para ver quĂ© tipo de respuestas recibo en diferentes ciudades. Pretendo ignorar que con ese calificativo de “patĂ©tico”, GĂ©nova se ha referido a mi inepta persona, al estado de mis cabellos, de mi cuerpo, de mis ropas, de mi cama y de mi cuarto.
Siento su mirada de desaprobaciĂłn al contemplar mi bata.
—¿Desde cuándo tienes esa cosa, Milán? ¡Dios! Recuerdo que ya andabas con ella cuando me fui a Harvard.
Génova siempre menciona Harvard y las Torres Portofino donde hace poco se compró un apartamento. Le encanta usar nombrecitos. Descuelga el teléfono de mi tocador.
—¿Un teléfono en forma de gatito, Milán? Patético.
La ignoro para concentrarme en la computadora. Ella deja en el suelo a ese demonio de Belle y se sienta en la cama junto a mĂ para curiosear. Aparto la pantalla. Escucho los acostumbrados arañazos y olfateos de Belle bajo mi cama. ÂżQuĂ© habrá encontrado allĂ? Puedo oler el perfume de GĂ©nova, almizclado y oscuro. Una cosa cara y muy adulta. Soy consciente de que, tras un largo dĂa de trabajo en Overtown como publicista de laxantes para la compañĂa “farmacĂ©utica” de mi tĂo (mejor ni pregunten), apesto a cabra, aunque hace tanto tiempo que no huelo uno de esos animales que no puedo estar segura. La Ăşltima vez fue en un zoolĂłgico infantil en Kendall, cuando tenĂa diez años. Hoy he tratado de disfrazar mi olor a cabra con esencia Sunflowers que habĂa conseguido a buen precio en Ross, porque me sentĂa demasiado perezosa para tomar una ducha.
—¿Qué haces?—pregunta Génova, estirando el cuello para mirar la pantalla.
Que conste que mi hermana no entrarĂa ni muerta a Ross ni a ninguna otra tienda que tuviera como lema “vista con menos dinero”. Eso, para GĂ©nova, serĂa traicionar la propia esencia del vestir.
—Trato de organizar un sitio para chatear.
Frunzo el ceño ante la pantalla para fingirme más lista y decidida de lo que soy, para fingir que las crĂticas de GĂ©nova no significan nada para mĂ, para fingir que soy feliz en este cuarto, en esta casa, en mi vida.
—¿Ustedes tienen ahora conexión inalámbrica?
—SĂ—digo.
Fui yo quien instalĂł el sistema, pero dejĂ© que mi padre creyera que Ă©l lo habĂa hecho. Mis padres piensan que soy una jovencita cubana apacible y consciente de mis deberes, sĂłlo porque me he quedado a vivir en esta casa donde hago tareas como limpiar el trasero de mi abuela (demasiado rĂgida por su artritis) y doblar las camisetas de mi padre (su cromosoma Y le impide realizar tareas domĂ©sticas). Para nuestros padres cubanos en el exilio, y para otros miles como ellos en el sur de la Florida, las chicas como yo—llenitas, solteras, ignoradas— se quedan en casa hasta que se casan (en el mejor de los casos) o se retiran a un convento (en el peor). Sin embargo, GĂ©nova y yo sabemos la verdad sobre mĂ. No soy respetuosa, ni tradicional. Ni siquiera soy virgen (pero no se lo digan a mis padres, por favor). Antes bien, soy una holgazana de pura cepa. AlgĂşn dĂa de estos, cuando me decida, harĂ© algo.
Otras cosas que necesitan saber sobre mĂ. PodrĂa ser bonita segĂşn los cánones habituales, pero como vivo en Miami, una ciudad donde lo bonito debe ser recortado, embutido y liposuccionado en algo uniforme y sumiso para ser considerado como tal, soy simplemente comĂşn. Tengo un rostro muy blanco, agradable y redondo, con pecas. La gente me detiene para pedirme direcciones. Me han dicho que parezco “cordial”, pero en realidad soy egoĂsta y rebelde.
GĂ©nova levanta un pie y hace rotar su sandalia de tiras, provocando el crujido del tobillo que suena como una batidora llena de grillos. Odio ese ruido. Mi hermana tomaba clases de ballet, y adquiriĂł la desagradable manĂa de hacer que todo traqueara siempre, especialmente sus tobillos, sin ninguna consideraciĂłn hacia quienes la rodeaban. Tiene los brazos descoyuntados, pero ya no hace alarde de eso, gracias a Dios.
—¿Un sitio para chatear?—pregunta, sin darse cuenta de que el crujido de sus articulaciones me ha dado ganas de vomitar—. ¿Para quién?
—Mi grupo de Yahoo.
—¿Las Chicas Ricky?—GĂ©nova pronuncia el nombre de mi grupo con una pizca de sarcasmo. ÂżO es de burla? Con ella uno nunca sabe. Pudiera ser desprecio. Lo dice como si Las Chicas Ricky, un foro de Internet en honor al guapo cantante de mĂşsica pop Ricky Biscayne, fuera la cosa más idiota del mundo. Para ella, probablemente lo sea. DespuĂ©s de todo, su trabajo es organizar fiestas para los ricos y famosos que le pagan muy bien por eso, tan bien que gana cientos de miles de dĂłlares por año y al mismo tiempo puede darse tono mencionando a gente importante . . . como si a alguien le importara realmente si Fat Joe encargĂł cantidades astronĂłmicas de caviar u otra cosa para una burda fiesta de raperos. Hace poco se comprĂł un BMW de color blanco. Por mi parte, manejo un flamante Neon de color verde vĂłmito. Tampoco tiene necesidad, como nosotros los simples mortales, de conectarse con nuestros Ădolos usando mĂ©todos más ordinarios.
Quiero aclarar que Ricky Biscayne es un cantante latino de pop miamense, mitad mexicano-americano y mitad cubano-americano, que es mi obsesiĂłn. Lo adoro. Lo he adorado desde que comenzĂł cantando salsa y desde que grabĂł sus discos ganadores del Grammy en el gĂ©nero del pop latino. Lo sigo adorando ahora que se prepara para realizar el salto al mercado pop en inglĂ©s. Me gusta tanto que soy la secretaria de Las Chicas Ricky, el club no oficial de admiradoras de Ricky Biscayne en Internet. Además de este club, tambiĂ©n soy miembro de un club de lectura de Coral Gables, Las Loquitas del Libro, que se reĂşne semanalmente en Books & Books. PodrĂa decirse que soy una grupera. Ésa es la gran diferencia entre GĂ©nova y yo. Ella traza su propio camino y espera que todos la sigan. Lo peor es que usualmente lo hacen.
Génova se recuesta en la cama y toma uno de mis Ositos Tiernos que lanza al aire, sólo para darle un puñetazo en su descenso. Luego, como si quisiera insinuar algo con eso, lanza el oso contra el cartel de Ricky Biscayne pegado a la puerta de mi clóset.
—Por si te interesa—le digo—vamos a tener un chat en vivo durante la presentación de Ricky en The Tonight Show.
Miro el infantil reloj rosado de mi mesa de noche, y luego el TV que se encuentra sobre el destrozado estante metálico de la esquina. Tiene cable. No parece que lo tuviera, pero lo tiene. Mi papá, dueño de un negocio de embalaje y exportación, cuyas costosas corbatas siempre están torcidas, lo arregló de algún modo. Supongo que con su maña cubana. Nunca botamos nada, aunque estamos lejos de ser pobres. Mi papá trata de arreglarlo todo o de inventar algo nuevo. La casa está llena de trastos. De trastos y de pájaros. Canarios. Tenemos cuatro jaulas dispersas por la casa, y entre mis muchas tareas desagradables se encuentra limpiarlas.
—¿Crees que a Ricky le irá bien cantando en inglés?—pregunta Génova con un tono que indica que ya sabe la respuesta, y que ésta es no. Rueda sobre su vientre e intenta nuevamente mirar la pantalla—. Es muy cursi. No sé cómo lo recibirá un público americano.
—A Ricky le va bien en cualquier cosa que intente—digo. Y me detengo para no corregir su mal uso del tĂ©rmino “americano” con el que califica a los ciudadanos de Estados Unidos que sĂłlo hablan inglĂ©s. Yo soy americana. Y tambiĂ©n Ricky. Y la mayorĂa de los millones de admiradores de Ricky—. Es perfecto.
Génova suelta un ronquido de risa y comienza a limpiarse sus uñas cortas, mordisqueadas y destrozadas: lo único imperfecto en ella. El crujido del tobillo es malo, pero sus uñas son peores. Hace un ruidito parecido al de un auto que no arranca. Clic, clic. Clic, clic.
—¿No es algo inmaduro estar obsesionada con un cantante pop a tu edad, Milán?—pregunta—. No pretendo ofenderte, pero . . .
—Para ya de sonar las uñas—le digo.
—Lo siento—dice, pero lo hace de nuevo, esta vez muy cerca de mi oĂdo.
—¿No tienes tu propia casa o algún otro sitio adonde ir?—le pregunto mientras le aparto las manos—. ¡Por Dios!
—Un apartamento—me corrige—. En el Portofino.
Claro. ÂżCĂłmo podĂa olvidarme que GĂ©nova, la presidenta de una compañĂa multimillonaria que coordina fiestas para raperos y estrellas de telenovelas latinoamericanas, acaba de comprarse un condominio muy caro en uno de los edificios más lujosos de Miami Beach? Enrique Iglesias es vecino suyo. Y ella hasta ha bromeado de quitárselo a la glamourosa tenista rusa que es su esposa. Por razones obvias, el chiste no me pareciĂł nada gracioso.
—¿Para qué viniste?—le pregunto. Belle ha salido de abajo de la cama con una de mis cómodas sandalias, y está tratando de matarla o de montársela—. Es tarde. Vete a tu casa y llévate esa rata, por favor.
—Mami me pidió que me quedara un rato para que la ayudara a prepararse para un programa—dice Génova. Milagrosamente le quita la sandalia a la perra—. ¿Qué? ¿No puedo quedarme un rato aqu� ¿Quieres que me vaya?
Estoy a punto de decirle que sĂ cuando nuestra madre Violeta, presentadora de un programa de entrevistas en una emisora local, entra lánguidamente en el cuarto llevando una bandeja con leche y galletitas, como si fuera un ama de casa de un programa televisivo de los años cincuenta. Se detiene cuando nota que las dos estamos a punto de iniciar una pelea: yo, agazapada, en actitud de huir, y GĂ©nova acercándose a mĂ para capturarme. Mamá nos conoce muy bien y lo muestra en su rostro . . . o en lo que queda de Ă©l. Se ha hecho tantas cirugĂas plásticas en los Ăşltimos años que apenas puedo reconocerla. Parece una lagartija estirada con el cabello de Julie Stav.
—¿Qué pasa aqu�—pregunta y se apoya en una cadera.
Al igual que Génova, nuestra madre es delgada y pulcra, y hace ese gesto de ladearse para aparentar que tiene caderas. Que conste que yo heredé todas las caderas que no tienen mi hermana ni mi madre. Mi cuerpo tiene forma de pera y un ligero sobrepeso, en gran parte debido a mi adicción por los pastelitos de guayaba y queso de Don Pan, pero aún tengo una cintura minúscula. A cierto tipo de hombres les gusta esa figura, pero no suele tratarse del tipo de hombres que me gusta. Me han dicho que me parezco a mi abuela mulata, aunque soy el miembro más blanco de mi familia. Los Gotay recorremos todo el espectro del negro al blanco y del blanco al negro, aunque nadie, excepto Génova, está dispuesto a admitir que lleva sangre africana en las venas.
Mi madre y GĂ©nova se parecen, o se parecĂan antes de que nuestra madre comenzara a semejarse a Joan Rivers con una melena rubia platino. Mamá viste pantalones de vestir de color crema y cintura alta, posiblemente Liz Clairborne, su marca favorita, con un suĂ©ter de seda negro de manga corta. Esa obsesiĂłn por el negro es algo que comparte con GĂ©nova. Los pechos de Mamá fueron remodelados hace poco, y parecen haberse acomodado con bastante buena gana en sus tiesos sostenes. ÂżSabĂan que cuando uno se hace una cirugĂa para levantar los pechos ponen algo parecido a una tee de golf para las tetas, pegada a las costillas, para mantenerlas erguidas? ÂżNo te parece desagradable? Y eso, sin contar con que no está bien que tu madre tenga unos senos más tiesos que los tuyos, Âżno?
—¿Todo bien aqu�—pregunta Mamá.
GĂ©nova y yo nos encogemos de hombros.
Mamá frunce los labios. Antes eran más pequeños. De algún modo se han inflado, como si fueran diminutas cámaras de bicicleta rosadas.
—Aquà pasa algo—insiste ella.
Deja la bandeja sobre mi tocador Holly Hobby, junto a la estatua de porcelana de la Caridad del Cobre, la santa patrona de Cuba. Tamborilea sus cuidadas uñas rojas encima de mi tocador y nos pone mala cara. O quizás Ă©sa es su cara. Estoy aprendiendo a leer su lenguaje corporal. Es como si se hubiera convertido en un gato y sĂłlo pudiera expresar sus sentimientos arqueando el lomo o algo asĂ. A Mamá le vendrĂa bien tener una cola.
—Creo que Milán quiere que me vaya—dice Génova—. Está muy antisocial, Mami.
Antes de que yo pueda protestar, nuestra madre suspira y hace lo que siempre nos hace sentir tan culpables que nos inmoviliza. Entonces me dan ganas de salvarla, me dan ganas de hacerla feliz. Me odio por desilusionarla.
—Si estuvieran en Cuba, no actuarĂan asĂ.
GĂ©nova se pone de pie y se acerca a la bandeja con galletitas.
—¿Puedo coger una?—pregunta.
Mamá hace un gesto circular con la mano para decirle que coma, pero sigue mirándome con severidad.
—Si es por ese asunto de los chicos—dice—, tienes que olvidar todo eso, Milán.
Miro el televisor e ignoro el hecho de que acaba de decirme en español que debo pasar por alto que Génova me robe todos mis novios. Jay Leno parece estar cerrando su segmento dedicado a los animales del zoológico, mientras acaricia a un cachorro de león durante los últimos minutos. Ricky estará en el siguiente. Le quito el silencio al audio y estudio la pantalla.
—Shh—digo—. Ya viene Ricky. Cállense, por favor.
—La sangre siempre llama—dice nuestra madre, paseándose por la habitación.
Rara vez se está tranquila. Es nerviosa, eléctrica y decidida, igual que Génova. Mamá evita a Belle (mi madre y yo compartimos el mismo desagrado por los perros) y toma un montón de revistas de mi mesa de noche, todas con Ricky en la portada. Suspira y chasquea su lengua.
—Ricky, Ricky, Ricky—repite y deja caer las revistas una a una, como si Ricky la aburriera—. Estoy cansada de este Ricky.
—SiĂ©ntate, Mami—le dice GĂ©nova masticando una galleta de coquito—. Esto va a ser divertido. Quiero ver cĂłmo hace el ridĂculo en un canal nacional.
GĂ©nova lleva la bandeja hasta la cama y la coloca cerca de mĂ. Se sienta en el suelo, con un aparatoso crujido de sus articulaciones en desuso. Belle se trepa a su regazo y lame una partĂcula de coco gratinado de la mejilla de GĂ©nova, a quien no parece importarle.
—¿Una galletita, Milán?
Tomo una de coco y la muerdo. Es lo bastante dulce como para hacerte fruncir los ojos. Son pegajosas, hechas de azĂşcar, extracto de vainilla y un denso sirope de coco gratinado. Ése es el sabor de mi infancia: azĂşcar y coco. Los cubanos comen azĂşcar como los americanos comen pan, y ni siquiera quiero pensar en el aspecto de mi páncreas. La engullo, me conecto a la página del chat y saludo al resto de las veintiuna admiradoras de Ricky Biscayne que ya están allĂ. Las conozco a todas por sus seudĂłnimos. Mi madre y GĂ©nova me observan e intercambian miradas, alzando sus cejas y sonriendo con sus lindas boquitas. Está bien. Ya sĂ©. Me encuentran patĂ©tica. Una geek.
—Mastica por lo menos veinte veces, Milán—dice Mamá—. No eres una culebra. Estás llenándote la blusa de migajas.
—La bata de noche—la corrijo.
—Contigo es difĂcil saber—asegura mi madre.
—Shh—exijo—. Déjenme tranquila. Estoy tratando de concentrarme en Ricky.
—Mira este pelo—dice GĂ©nova, alargando una mano para tocar mi cola de caballo. Belle trata de morder mis mechones sin vida y por un momento imagino que le doy una patada que la lanza a travĂ©s del cuarto—. LucirĂas tan bien si te hicieras unos rayitos. Por favor, dĂ©jame cambiártelo, Milán. Por favor.
—Los rayitos se verĂan preciosos—repite mi madre.
—Shh—digo.
—DeberĂas dejar que tu hermana te arreglara el pelo—insiste nuestra madre.
—Shh—digo mientras tecleo mis saludos a Las Chicas Ricky—. Déjenme en paz.
—¿Cómo está tu cara, Mami?—pregunta Génova.
Mamá se hizo un estiramiento hace poco, lo cual explica por qué ahora lleva cerquillo en su melena.
—Me siento divina, mejor que nunca—asegura Mamá.
Su alegrĂa es casi inconmensurable.
—Shh—repito.
—¿Te dolió?—pregunta Génova.
—Nada—responde Mami.
No importa cuántas cirugĂas y tratamientos se haga, nuestra madre siempre dice que se siente mejor despuĂ©s. La miro. No puedo saber si sonrĂe o no. Creo que sĂ. Bebe un sorbo de leche y parece sorprendida mientras toma una galleta de coco entre sus labios carnosos. SĂ© lo suficiente como para saber que no está realmente sorprendida. Casi nada la sorprende.
…
Copyright © 2006 por Alisa ValdĂ©s-RodrĂguez
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